Última actualización 31 marzo, 2024 por Alberto Llopis
Prácticamente cada futbolista de alto nivel encierra una historia que contar. La del siguiente personaje no es una historia más, es una narrativa digna de película. Ser daltónico, ser jugador de fútbol y para más señas , ser portero de una selección tan importante como la de Brasil. Es el caso de José Castilho, un mito de la portería de la «canarinha» que llegó a estar presente en hasta cuatro mundiales, siendo en uno de ellos titular indiscutible, caso de Suecia 1958. No hay convocatoria brasileña de mediados de siglo XX que no aparezca su nombre.
Nacido en 1927 en Río de Janeiro, fue el Fluminese el equipo que le proporcionó su categoría de leyenda pese a empezar en el Olaria dando sus primeros pasos como extremo izquierdo. Alto para la época (medía 1,81 metros), seguro por arriba y astuto y ágil por abajo, su llegada a uno de los históricos de Río provocó un antes y un después en el Flu, donde iba a demostrar unos reflejos nunca vistos. Porque allí se iba a ganar la titularidad a pulso, titularidad que iba a mantener durante 699 encuentros y la friolera de de 18 años en los que se iba a ganar también el favor de la gente.
Y es que Castilho no era un portero más. Era un guardameta singular (jugaba de color ceniza para no llamar la atención de los delanteros) que tenía problemas a la hora de distinguir los colores fruto de su daltonismo. Algo que lejos de perjudicarle, le benefició. Las pelotas amarillas se le transformaban en rojas en su cabeza haciendo más fácil la detención del balón. Sólo, los encuentros de noches con esféricos blancos podían generarle algo de duda en su quehacer bajo los tres palos. Aunque quizás, su mayor virtud no era esa.
Era otra bien curiosa y que tienen sólo unos pocos porteros en el mundo. La suerte. Apodado «Leiteria» (hombre de suerte o «la leche») o «San Castilho», Castilho era un hombre que siempre tenía la diosa fortuna de su parte, y eso es mucho decir. Los palos solían contar con su bendición y no era extraño que goles que aparentemente
debían ser fáciles para los rivales se estrellaran en la madera o que disparos sencillos golpearan en su cuerpo de forma incomprensible mientras él apenas se movía.
Proclive a las lesiones, en una de ellas iba a elevar su figura a mito dentro del Fluminense. Tras lesionarse cinco veces consecutivas el meñique izquierdo de la mano izquierda y seguir jugando con fuertes dolores cuando quedaban tan sólo un mes y medio para acabar una nueva y gloriosa temporada decidió buscar soluciones a la noticia recibida por el doctor, quién le diagnosticó dos meses de baja y por tanto el fin de campaña a esos problemas inacabables.
Ni corto ni perezoso, se amputó el dedo y así pudo disputar el fin de temporada. Algo que no le mermó en su carrera, pues al año siguiente fue capaz de detener hasta seis penas máximas para alegría de una hinchada que siempre vio en él a un verdadero ídolo y a un jugador capaz de dejarse todo por el bien del equipo.
Retirado en 1965, emprendió su carrera como entrenador y llegó a ser seleccionador de Arabia hasta en 1987 estando en ese mismo cargo decidió acabar en el balcón de la casa de su primera mujer con su vida. No eran problemas de dinero, ni de alcohol, simplemente un insoportable dolor de cabeza continuo que le hacía la vida imposible el que acabó con él.
Como todo héroe caído, el Fluminense le dedicó un minuto de silencio ese año que lejos de ser tal fueron 60 minutos de cántico «Castilho, Castilho». No fue el único recuerdo. En la sede social del club hay un busto en la entrada en su honor. Bien que se lo mereció.