Última actualización 6 abril, 2024 por Alberto Llopis
Pese a los constantes y cada vez más violentos avisos que dan las “barras bravas” en los estadios mexicanos, las autoridades federativas permanecen estáticas y en un mutismo que asombra y preocupa, tanto o más que las acciones que los jóvenes vándalos organizan muy frecuentemente –al grito de “¡aguante!– con el pretexto de “apoyar” a sus equipos favoritos.
En realidad, las señales de que estos pseudoseguidores solamente acuden a los escenarios futbolísticos para desahogar sus instintos criminales, son cada día más claras. Ya se sabe que todos estos dizque “grupos de animación” son en realidad cárteles del desorden, la brutalidad, la transgresión y el exceso, que son apoyados, con boletaje para los partidos y apoyos económicos para transporte y alimentación, por las directivas de los clubes, que en su afán de querer demostrar que cuentan con “muchos seguidores”, han abierto la puerta a facinerosos que encuentran el medio ideal para delinquir y quedar impunes.
Desde hace más de una década las autoridades del futbol mexicano en general y algunos equipos en particular se han pronunciado por regular a las “barras”, identificándolas y acotándoles su poder de acción para disminuir o desaparecer los actos violentos dentro y fuera de los recintos balompédicos del país.
Pero poco y nada se ha hecho al respecto. Todo ha quedado en palabrería hueca, pues los “barristas” siguen operando en el bandolerismo total, cobijados por el escudo de la institución a la que “apoyan”.
Erradicarlas por completo, es decir, desaparecer las “barras bravas” de los estadios, probablemente no haría sino detonar un problema mayor, al no encontrar estos adolescentes un desfogue a sus energías. De lo que se trata es de tener comunicación directa y constante con su líder o líderes, identificar plenamente a sus integrantes y vigilar su comportamiento, desde antes de acercarse al escenario de un juego.
Al estar vigiladas, con una credencialización adecuada, se podrá saber quién es el «aficionado», cómo se llama, su edad, dónde vive, y, obviamente, identificarlo con su fotografía; para por lo tanto poder darle un seguimiento en expedientes delictivos con las autoridades de las procuradurías estatales, para saber si en algún momento han infringido la ley de alguna manera.
Pero el fenómeno de las “barras” va mucho más allá de hacer desórdenes en el marco de un encuentro deportivo, como lo afirman investigadores y sociólogos. Por lo que me ha tocado observar durante más de una década de dedicarme al periodismo deportivo, éstas son como «tribus de iniciación» para futuros delincuentes, pues es en su seno donde muchos adquieren la «mayoría de edad» como gángsters del mañana, a través de acciones como fumarse un carrujo de marihuana o darse un “pericazo” de cocaína en pleno partido y delante de los policías, e insultar y agredir a los aficionados rivales, o apedrear y/o secuestrar autobuses, o saquear una licorería: así demuestran su «valor» y «compromiso» dentro de estos «grupos de apoyo» y, obviamente, su valentía..
En mayo de 2004, cuando en un duelo de la Copa Libertadores entre el América y el Sao Caetano brasileño se presentaron desórdenes mayúsculos en el estadio ”Azteca”, que tuvo como protagonista principal a “La Monumental”, la “barra” estelar de las Águilas y que incluyó invasión de sus integrantes a la mismísima cancha y lanzamiento de proyectiles, entre ellos ¡carretillas de albañilería!, el club azulcrema decidió integrar un padrón con los miembros de ese y otros movimientos de pseudo apoyo, como “Ritual del Kaos” y “El Disturbio”, para, al identificarlos, inhibir los actos delictivos. La Federación Mexicana de Futbol aplaudió esta medida y poco tiempo después recomendó a los demás equipos que la imitaran.
Sin embargo, la iniciativa americanista originó otro problema: que los líderes de esos “grupos de animación” acapararan las credenciales emitidas por el club y las vendan a sus propios integrantes y al público en general. Según reveló una investigación periodística en 2011, las credenciales costaban entre 50 y 350 pesos (aproximadamente entre 2.38 y 16.66 euros, al cambio actual), dependiendo de la expectativa del partido, y a la entrada del “Azteca” eran canjeadas por un boleto de cortesía para los partidos de las Águilas.
Jugoso negocio que queda en manos de unos cuantos vivales, estando de acuerdo con el coordinador de los grupos de animación del equipo y empleado del club América en aquella época. Es decir, la institución sabía y quizá hasta promovía el lucrar con las credenciales, pues por cada juego se recogía un monto de entre los 240 mil y el millón 680 mil pesos (entre 11,428 y 80 mil euros, al cambio actual). Nada despreciables.
No se necesita ser un genio para interpretar que este esquema opera en todos o en la mayoría de las escuadras mexicanas, y entonces se entiende en buena parte el porqué de este fenómeno y la inacción de las directivas. ¿Para qué matar la “gallina de los huevos de oro”, si “la pasión tiene un precio”?
Uno comprende también entonces la fascinación que envuelve a los hinchas por volverse “barristas”, y seguir a su equipo por toda la geografía nacional, dejando atrás todo y enfrentando en cada viaje situaciones adversas (dónde dormir, qué comer, cómo asearse), enfrentamientos con otras “barras” y hasta contra la policía, arriesgando, literalmente, la vida,
Más allá de aspectos socioeconómicos, según estudios la edad promedio de los integrantes de estos grupos oscila entre niños de 12 años a jóvenes de 25 años aproximadamente.
Lo peor es que estoy seguro de que si a estos supuestos «aficionados» se les aplica un cuestionario básico sobre la historia del equipo que dicen «apoyar», apostaría a que no sabrían responder ni las preguntas elementales. Asimismo, solo basta observar a las “barras” para darse cuenta de una peculiaridad: durante todo el tiempo que dura el partido, no miran lo que está pasando en la cancha, pues casi siempre están dándole la espalda, y simplemente se la pasan cantando, brincando y consumiendo bebidas embriagantes y, en algunos casos, hasta drogas. Ellos van al desorden, no al futbol.
Los “barristas” hallan apoyo e identidad en esos grupos, una “vida” que en el seno familiar no encuentran. Y si aparte las directivas de los clubes les dan las facilidades mínimas para viajar a distintas ciudades, solo a cambio de portar una camiseta y gritar y brincar como desaforados a su favor, pues el círculo está cerrado.
Los recientes hechos en Veracruz –el pasado viernes 17– no hacen más que encender otra luz de alarma, que sin embargo pasa desapercibida para los comodinos dirigentes del balompié nacional. Ellos están muy ocupados contando sus pingües ganancias por todo lo que genera este deporte (como las transferencias de tantos jugadores extranjeros, que llegan por hornadas al país y se les tasa a precio de cracks, aunque su calidad y profesionalismo sea más que dudosa), y no se van a preocupar por pequeñeces como que haya habido heridos y casi muertos en un estadio, y que familias inocentes hayan quedado en medio de un enfrentamiento entre “barras” que alcanzó proporciones bélicas.
El riesgo de una “argentinización” (con personas fallecidas por heridas de bala o por armas blancas incluso desde antes de comenzar los encuentros) está latente en México, pero parece no importar. Ya ha habido casos de “barristas” que se asesinan entre ellos, tanta es su ofuscación por el alcohol y las drogas y su desinterés por el futbol.
Quizá tantas señales en otro país ya habría obligado a intervenir a las autoridades, incluso del orden civil. Pero aquí en México, los federativos solamente dicen, parafraseando a los “barristas”: ¡aguante!