Última actualización 31 marzo, 2024 por Alberto Llopis
Que Barcelona y Real Madrid nunca se han llevado bien es algo que no escapa a nadie. Diferencias económicas, sociales y políticas extrapoladas al ámbito deportivo. Dos formas de entender la vida, representadas a través de dos concepciones futbolísticas diferentes. Sin embargo, en ocasiones esa tensa rivalidad ha sobrepasado las fronteras de lo permitido, y las cosas se han salido de su cauce.
Eso fue lo que ocurrió el 11 de julio de 1968 en la final de la Copa del Generalísimo.. Madridistas y blaugranas llegaban al Santiago Bernabéu, sede de aquella final, dispuestos a demostrar su poderío al oponente. Los blancos habían salido victoriosos en la Liga y aspiraban al doblete con jugadores de la talla de Amancio, Sanchis o Pirri. El Barça, por su parte, había sido segundo en el campeonato doméstico y tenía en sus filas a Rexach o Pereda.
El árbitro de la contienda era Antonio Rigo, colegiado mallorquín, y número 1 en la lista de preferencias del Barcelona, club al que había pitado en 13 de los 30 partidos de Liga (el sistema de elección de árbitros tenía en cuenta las elecciones de los equipos). Un dato importante, más si se tiene en cuenta que en la semifinal de ese mismo año había tenido un cierto protagonismo por un escándalo arbitral cometido en el duelo del Barça y el Atlético.
Como no podía ser de otra forma, el partido comenzó bronco y duro, hasta que en el minuto 6, el madridista Zunzunegui anotaba en propia puerta el único gol del Barcelona, y que a la postre serviría para darle el título. El tanto provocó la embestida de los blancos en busca del empate, lo que ocasionó numerosas jugadas polémicas, en especial dos penaltis (para unos claros y para otros inexistentes) sobre los madridistas Amancio y Serena que el público discutió mucho.
Tan monumental llegó a ser la bronca al colegiado, que el partido terminó con los aficionados lanzando botellas de cristal y de plástico sobre el césped del Santiago Bernabéu, acción que sirvió para bautizar el encuentro como » la final de las botellas». La imagen del General Franco dando la copa a los jugadores con el terreno de juego plagado de objetos dio la vuelta al mundo y demostró que la rivalidad de estos grandes del fútbol español superaba a la de cualquier otro país.
A raíz de ahí, algunos medios publicaron que después de la final el Barcelona consiguió montarle un negocio al árbitro Rigo en Palma, así como un chalet, en recompensa por el trato de favor durante el encuentro. Sin embargo, lo bien cierto, es que nunca se pudo demostrar a ciencia cierta tal afirmación.
Lo que si quedó claro a partir de esa noche, fue la prohibición de entrar con botellas de cristal a los campos de fútbol. Una medida todavía hoy prohibida, como principal medida de seguridad.