Última actualización 17 noviembre, 2022 por Alberto Llopis
Fue uno de los grandes momentos del fútbol: el Maracanazo. Aquella final del Mundial de Brasil 1950 disputada en el Estadio Maracaná de Rio de Janeiro, que acabó dando el segundo título mundial a Uruguay en detrimento de una anfitriona, Brasil, que vio esfumar el sueño de ganar su primer campeonato mundial en casa.
El Maracanazo, la derrota que marcó al fútbol brasileño
El Maracanazo se gestó un 16 de julio de 1950. En realidad no fue una final propiamente dicha, sino que fue el último partido de una fase final que reunía a los cuatro mejores equipos del planeta. Clasificados para ella España, Suecia, Brasil y Uruguay, estos dos últimos conjuntos se presentaban al último partido como los únicos equipos que podían aspirar a levantar el cetro mundial.
Uruguay había empatado con España a 2 y había logrado vencer a los suecos por 3-2, por lo que tenía 3 puntos. Por su parte, Brasil había goleado a Suecia por 7-1 y a España por 6-1, con lo cual lideraba el grupo con 4 puntos, uno más que los uruguayos. Todo parecía pues preparado para que los brasileños vencieran el Mundial, pues empate les daba el título.
A nivel deportivo, las espectaculares goleadas endosadas a los dos equipos europeos hacían de Brasil una selección a temer. Su empuje inicial (arropada por la incondicional hinchada), su técnica y una serie de grandes jugadores como Zizinho presagiaban una victoria local fácil. Además, un año antes, Brasil había sido capaz de ganar a Uruguay dos veces (en una de ellas con una manita incluida), y de conquistar la Copa América.
En el plano social, todo el país estaba convencido de que esta vez sí, Brasil se haría con su primera Copa del Mundo. Panfletos, camisetas con celebraciones de la victoria (hasta 500.000 camisetas se vendieron con el lema Brasil campeón) y hasta diarios que titulaban de antemano la victoria brasileña, hacían vivir a todo el país en una atmósfera de optimismo.
Uruguay silenció Maracaná
En ese ambiente y bajo esos parámetros se disputaba el encuentro en un Maracaná, lleno hasta la bandera con más de 173.000 personas dispuestas a apoyar a su selección. Apoyo incondicional que se mantuvo hasta el descanso, que acabó con empate a 0, a pesar de las continuas llegadas al área de la selección brasileña.
Sin embargo, ese clima de euforia se iba a convertir en drama solo 45 minutos después. A pesar de que Brasil se adelantó en el marcador para jubilo de la «torçida» brasileña con un tanto de Friança nada más comenzar el segundo, acto, Juan Alberto Schiaffino ponía la incertidumbre en el marcador al empatar el partido en el minuto 66. Un gol que dejó fríos a los aficionados brasileños, inquietos por el resultado.
Esa zozobra, sin embargo, se iba a convertir en tragedia, cuando en el minuto 79 Edgardo Ghiggia lograba batir al portero Barbosa de un fuerte disparo y colocar el 1-2 en el marcador. Un resultado que daba el título a los uruguayos y que dejaba totalmente mudo Maracaná. No bastaron los diez minutos siguientes desde el gol hasta el final para revertir la situación y lograr consolar a un estadio y país entero que se venían abajo entre lloros y lamentos descontrolados.
La victoria final celeste supuso el segundo título mundial de los charrúas y la decepción más grande de un equipo local en su historia. Tal fue la repercusión de ese partido, que desde ese momento, Brasil decidió cambiar su clásico uniforme blanco, por el amarillo, con el objeto de encontrar más suerte.
Además, el partido dejó marcados para siempre a dos jugadores: Ghiggia, como el autor del gol y el hombre que logró silenciar Maracaná (suya es la frase de que «solo 3 personas han conseguido enmudecer ese estadio: Sinatra, el Papa y yo«). Y también el portero Barbosa, que a partir de ahí fue considerado como un ícono de la mala suerte y un lastre para el país por su presunto error en el tanto de Ghiggia. Paradójicamente, el portero brasileño fue elegido mejor arquero de aquel mundial.
El mensaje de Obdulio Varela, uno de los mejores futbolistas uruguayos de la historia
No obstante, este partido no se podría entender sin la gran actuación de uno de los mejores jugadores de la historia de Uruguay, Obdulio Varela, el capitán celeste y el artífice espiritual del triunfo. Él fue el que mentalizó al equipo de que era posible la victoria, y suya es la frase para la posteridad de que “no piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasó nada. Los de afuera son de palo y en el campo seremos once para once. El partido se gana con los huevos en la punta de los botines»